Hoy también vino y se sentó a mi lado, pero esta vez no me habló. Solamente me miró. Creo que en ese momento, mis pestañas se alargaron tanto que llegaron a rozar su piel y el, contento por tal gesto de mi parte, me sonrió.

Parece que el ruido ensordecedor de mis latidos de plástico no lo espantan tampoco. En un gesto de absoluta dulzura, tomó mi mano y la apoyó sobre su cara. Yo le correspondí con una caricia y el, volvió a tomar mi mano para llevarla detrás de su oreja…

Cuando pensé que moría de amor, con mirada cómplice me marca que mire sus orejas y ante mi sorpresa, tenía puestos tapones de cera…

Sonreí de tal manera que comenzaron a brotar lágrimas de mis ojos. Es que hace tiempo que no sentía tantas ganas de hacerme un bicho bolita y recostarme en su regazo a ver pasar la vida.